lunes, 27 de febrero de 2012

Amor eterno

Agazapado espera entumecido por el frio de la noche. Primero que todo debe evitar a los vigilantes del cementerio que nunca fueron muy amables con él. Profanador, sacrílego. Un par de costillas fracturadas le servían de recordatorio. Camina con lentitud por los pasillos rodeados de sepulcros y jarrones con flores secas, mimetizando su oscurecido ser entremedio de las sombras. Se sabe el camino de memoria, dos a la derecha, tres a la izquierda y de ahí recto. Recto todo el trecho, como su vida misma. Al fondo se encuentra la fuente. Hurga bajo la imagen de un querubín y saca un cepillo dental a mal traer. Se lava los dientes frenéticamente, no le gusta que le sientan el halito del día en la cama. Se da vuelta, recoge un par de flores fresca de alguna tumba bien arreglada, camina otro tramo de memoria y se detiene frente a una lapida antigua pero bien conservada. Sonríe. Deja las flores en el jarrón y se recuesta en el lado derecho de la lapida. Mientras el sueño lo abrazaba mira de reojo las tumbas cercanas. Sus amigos de siempre. Recuerda las veces que lo invitaban a las casas de huifas. Él siempre se negaba diciendo “debo volver a casa”. Sus amigos reían. Macabeo, jetón. Nunca le importó. Al fin y al cabo no habría podido dormir en otra cama que no fuera la suya. No habría podido abrazar otro cuerpo que no fuera el de ella. Giró sobre su costado y abrazó la lapida. “Buenas noches mi amor” dijo mientras sus pestañas dibujaban el descanso en su rostro.