sábado, 24 de octubre de 2009

Testimonio Abismal

Adorada mía.

Escribo esta carta como un mudo testimonio del miedo que me tiene al borde de la razón. Estoy prisionero pero no sé bien desde cuando ni sé bien como. Solo sé que mi jaula no es física y que jamás volveré a ser el mismo. Hoy lo he vuelto a ver y fue tan real que parecía un sueño. Sus pupilas abrazaban mis ojos y mis cansados pies parecían flotar sobre el suelo al ritmo de su respiración, como si toda la energía de mi cuerpo quisiera hacer un inútil intento de escapar. Su hedor me impedía mirar su aspecto humanoide con detalle y el asco me imprimía gestos impulsivos en todos los músculos de mi cara. Sonreía como si disfrutara ver mi agonía inerte y sus ojos rojos de una profundidad oscura se alimentaban de mi temor hasta que un destello fino y frio como una aguja bajó por mi medula y estalló en mis caderas encendiendo mis entrañas en una sensación nauseabunda y dolorosa. He visto su sombra burlarse compulsivamente de mí y correr desafiante por las paredes. He sentido el horror de mudos compañeros de celdas imaginarias y desde las cuales he escuchado los gritos de sus voces solitarias retumbando en las esquinas de las paredes de túneles siniestros y oscuros.
Mi corazón y mi mente ya no están en el mismo lugar, por eso hoy haré el último intento de enfrentarlo. No puedo seguir creyéndome capaz de escapar sin intertarlo. Debo hacerlo, lo haré al amanecer, un último intento aunque sea por el abismo de la ventana…prefiero morir antes que dejar que la bestia me domine nuevamente. No quiero seguir siendo el alimento de sus esclavizantes dolores.
Peor será si sobrevivo pues sé que será para el.
No quiero volver a alimentarme de ti, ya no mas.
Lamento no volver a ver tu hermoso rostro por la mañana pero si sobrevivo a esto no me volverás a ver jamás.
Ya no soy el mismo. Ahora soy su hijo.

Pero siempre te amaré

Flavio

Nada más que un juego.

Nada, lentamente la idea de la nada se colaba en su mente. Nada, una imagen en su cabeza que se perdía, volviéndose acuosa, dilatada hasta volverse nada. Una nada oscura y envolvente capaz de aniquilar cualquier sensación de algo, de lo que fuese. Se sintió triste y melancólico. Los árboles con su olor a húmedo, la luz del atardecer colándose entre las nubes y el verde siempre eterno del pasto. Todo aquello que alguna vez le hiciera sentirse capaz, generoso e inspirado, ahora lo hacia sentirse nada. Ni siquiera el canto de los pocos pájaros que desafiaban al frío con su trino tremebundo lograba rellenar la nada.
Nada, era como si su alma se hubiera vaciado y no fuera más que nada. Intentó inútilmente escribir las ideas sueltas que se le vinieran a la cabeza, pero nada. No había ideas. La nada se arremolinaba frente a su existencia como un torbellino que lo atrapaba y lo empujaba al vértice. Pensó entonces en lo fácil que antes le había sido escribir. Era capaz de escribir una novela en menos de una semana y eso lo hacia sentirse satisfecho y no solo a él, si no también a los editores y a los críticos que lo trataban como a un genio. Mas que mal escribía fantasías desde pequeño, desde antes de ingresar a la literatura formal.
Todo había pasado tan rápido hasta que logró armar su obra maestra. No era un cuento, no era una novela, era una obra maestra. Tres tomos, doscientas veinte paginas completas cada uno. Los críticos la habían amado. La parsimonia de las frases, las metáforas exactas, los acontecimientos, todo encadenado en la justa medida como si fuera parte de la realidad misma. De su realidad. Al terminar de escribirla sintió que su trabajo estaba terminado, incluso sintió miedo que al enviar el documento a corrección los editores (malditas ratas) pudieran destruir la continuidad y la armonía de su obra. Pero no, los correctores la devolvieron intacta y llena de elogios. Se imprimieron los textos en menos de una semana y a los pocos días fue éxito de ventas. Después de eso (y durante más de un año) no se hizo otra cosa que hablar con satisfacción de su libro, lo entrevistaron en los diarios y en la televisión, asistió a programas y charlas en universidades y hasta el presidente lo invitó al palacio de gobierno. Durante todo ese tiempo la gente lo reconocía en la calle, lo saludaban, le pedían autógrafos, bendiciones y consejos. Los escritores desconocidos le mostraban sus ideas. Pero nadie, nadie le pedía que escribiera. Ni siquiera el mismo se pedía eso. Hasta ahora, aquí en este banco de la plaza, abordado por la nada, no había comprendido que ya lo había dado todo.
Se recostó en el banco y dejó que la luz del moribundo sol le calentara la cara. La sensación lo hizo sentirse pequeño y se acurrucó en el banco hasta quedar en posición fetal. Se llevó el lápiz a la boca como si fuera un chupete y jugó a sacarle fibras de madera con los dientes hasta que se quedó dormido. El frío de la noche lo despertó. La oscuridad caía sobre la ciudad como una nada gigantesca. Entonces decidió salir a caminar para calentar su cuerpo, se sentía vacío y helado. Camino largo rato hasta que se detuvo frente a un local que tenía un gran cartel que decía “Restaurán el Hoyo”. La aberración en la escritura le motivó a entrar al local. Era un lugar lúgubre, iluminado por pequeñas lámparas rojas que colgaban del techo dándole un toque carmesí al lugar. Varias mesas sucias y vacías estaban repartidas desordenadamente. En una de las mesas cuatro personas fumaban, bebían y jugaban con las cartas. En el bar un anciano delgado y de blanco delantal limpiaba vasos con un trapo gris. Se sentó en uno de los pisos apostados en el bar.
-¿Desea algo joven?- le dijo el anciano.
-Si, un café por favor.
-No tenemos, pero si quiere algo para el frío le ofrezco un whisky. No se arrepentirá- le dijo guiñando el ojo.
-Está bien, creo que me servirá- le respondió sonriendo.
Miró alrededor mientras bebía su trago y observó a los jugadores. Sus caras cansadas, presumiblemente de agobio, por una dura jornada de trabajo dejaban filtrarse una luz de felicidad por el descanso que les provocaba el simple hecho de sentarse a jugar para pasar el tempo. Algo que él nunca había hecho, siempre estaba escribiendo, era lo único y lo mejor que sabía hacer. Al ver las caras de los jugadores sintió que aquello que le faltaba era justamente lo que lo había consumido hasta dejar sus ideas y su vida sumidas en la nada.
Antes de poder continuar con sus cavilaciones sintió a uno de los jugadores que lo llamaba.
-¡Ey! ¿Quieres jugar con nosotros?- le dijo –Nos falta uno para la mesa. No te preocupes no estamos apostando, solo pasamos el rato.
Se levantó automáticamente y se dirigió a la mesa.
-Pero no sé jugar…
-No es importante, el juego es simple y es solo por diversión.
“Solo por diversión” pensó y recordó que jamás había hecho el simple ejercicio de hacer algo solo por diversión. Siempre había estado rodeado de gente que le pedían que hiciera cosas útiles. Gente que lo valoraba por sus capacidades y le exigía, gente que lo admiraba y lo reconocía. Y ahora se encontraba ahí, rodeado de seres que ni siquiera sabían quien era él. Peor aún, así se sentía cómodo. Se estaba divirtiendo.
-Bueno, la cosa es simple: hay que contar los números de las cartas y… siéntate y te explicamos- le dijo mientras le mostraba una silla vacía -Por ser primerizo te daremos la misión de contar los puntos mientras aprendes y a la siguiente ronda juegas con nosotros. ¿Sabes escribir, no es cierto?

Sonrió y miró a los jugadores
-Sí, creo que si sé- respondió con una sonrisa y se sentó a la mesa.

Fetiche

Todo ocurrió más rápido que nunca. Estaba sentado en la parte de atrás del bus, era de esos buses orugas y tome la penúltima fila de asientos lo que me permitía quedar en posición contraria a los demás pasajeros y observar los últimos asientos. Era la mejor posición para tranquilamente desmenuzar a Huxley. Estaba entonces sumido en mi lectura cotidiana y casi ni noté cuando subieron al vehiculo, de no ser por le reflejo platinado en el rabillo de mi ojo quizás nunca lo hubiera notado. Y digo nunca con la convicción de que mis palabras son falsas pues cuando el destino se trae entre manos involucrarte en situaciones bizarras no hay nada que te salve, es como si quedaras a la deriva y sin remos en un rio calmo. Sabes que estas bien, te siente a salvo pero aun así no tienes idea donde esas aguas te llevaran, es mas, sabes que bajo esas aguas se esconden piedras que pueden destrozar tu estructura y hacerte precipitar fuera en donde nuevamente estarías a salvo nadando pero la sensación de la proximidad de la inseguridad seguiría revoloteando durante todo el viaje. En mi caso el bote era una cabellera dorada y se subió acompañada por un tipo delgado enlutado en cuero. Se ubicaron en el último asiento al lado de la ventana, llevaba un gamulan gigantesco que le cubría todo el cuerpo y solo dejaba ver sus tacos y su bello rostro. En cuanto ella se sentó comenzó a mirar por la ventana como si su acompañante no existiera. El le hablaba en voz baja y gesticulaba, trataba de justificarse por algo y ella mantenía su rostro impávido frente a la ventana. De repente ocurrió, una lágrima se deslizo desde sus ojos azulados y rodó por sus mejillas hasta acurrucarse en sus labios. Ese momento, que pudo haber sido un momento cualquiera para otra persona, fue para mí el momento culmine, máximo. No se porque pero cada vez que veo a una mujer llorar siento una irrefrenables ganas de abrazarla, besarla y hacerle el amor. Primero con pasión, luego con locura. Entonces la rabia se funde con mis sensaciones porque sé que soy incapaz de mantener la concentración en el acto amatorio. No se si se trata de desinterés (siempre he considerado que el sexo es un momento sin intelectualidad por lo que no me es interesante de ninguna manera) o si tanta lectura ha corroído mi mente hasta el punto de no encontrar satisfacción en nada que sea real. Para mi el deseo es una sensación en mi cabeza irreproducible en la vida real. Pero la verdad no podía quitar la mirad de ese rostro, sus facciones aparentemente duras, escondían detrás una agotamiento intenso. El tipo seguía hablándole cada vez más alto y gesticulando cada vez con más intensidad. La misma intensidad que hacia subir la temperatura de mi sangre y en mi cabeza comenzaban a hervir imágenes donde yo golpeaba con vehemencia al tipo hasta hacerlo caer y luego seguía golpeándolo en el suelo hasta que la sangre salía de su cabeza como una cascada carmesí y en ese instante ella abría su gamulan para mostrar que llevaba un ajustado vestido de latex y ambos, como si fuéramos parte de una orquesta infernal, golpeábamos el cuerpo moribundo hasta transformarlo en un charco de sangre gigante sobre el cual nos abrazábamos y nos revolcábamos y nos besábamos hasta que el sabor salado de la sangre se fundía en el dulce sabor de su saliva y repentinamente nos veíamos desnudos, manchados de sangre, haciendo el amor como dos bestias demoniacas condenadas a la lujuria en el infierno eterno. Esos pensamientos me hicieron despertar a la realidad y observe la escena. El tipo ya no hablaba solo rumeaba unas palabras sueltas y miraba en dirección contraria a la mujer, yo no se como lo hacia pues yo no podía sacarle la vista de encima. El deseo creció, sentí dolor en mi alma por mi cerebro lleno de gusanos dantescos y no aguanté más y de un salto bajé del bus en la primera parada que vi. Ahí, apoyado sobre un teléfono publico, vomite mis pecados digeridos en forma de desayuno que había sido la única comida que había tenido en el todo el día. Me sentí sucio e impotente y estuve a punto de lanzar un grito al infinito cuando sentí un golpeteo en el suelo detrás mío, gire mi cabeza y la vi que se había bajado tras de mi, comenzó a caminar y el golpeteo de sus tacos en el suelo me invitaba a seguirla, primero autómata luego me di cuenta que a cada paso que ella daba, a cada sonido de sus tacos sobre el suelo me sentía más excitado. Me imaginé estar tendido en el suelo frene a ella mientras sus tacos marcaban sus pisadas por todo mi pecho, por mi ombligo y finalmente por mi miembro. El solo imaginar el dolor de la escena me hizo sentir una ráfaga de calor intenso que me recorrió entero pero que finalmente se concentró en mi entrepierna. Ella noto que yo estaba detrás, giró y me miró. Su rostro seguía impávido y la lágrimas le seguían corriendo por sus mejillas
-te sientes bien- le dije casi automáticamente
-No…- me dijo y se puso a llorar.
No se de donde salieron mis fuerzas pero me acerque rápidamente a ella y la abrace. Quedamos en una perfecta sincronía entre sus hombros y mis brazos, pero yo no podía alejar de mi mene la idea de sus tacos pisando por todo mi cuerpo. Eso mezclado con la ternura de la escena me provocó una erección como hace tiempo no tenía. Y se que no fui el único que lo notó. Ella me miró y yo sin saber como, la bese fuerte como nunca había besado a nadie.

Pisadas

No entiendo por qué tengo que seguir los mismos ritos, vagar, pisadas, bordes. Por qué siempre los mismos estímulos. Es como un mantra corporal, como un yoga visual en el cual soy capaz de desarrollar percepción y abstracción al mismo tiempo. Incluso las interrupciones son cotidianas, siempre al principio y al final. Y una canción, la banda sonora no son las pisadas, sino la primera canción. La audición, el silencio. El silencio concebido como el relleno del sonido. Rellenar la música con silencio y no el silencio con música. Así como en el Japón se habla del MA y LaoTse diciéndome “las paredes y ventanas forman la casa pero la esencia de la casa es el vacío en su interior”. El vacío, el vacío puro. Estado dominante de transmutación. Efecto del destino, del silencio, del cotidiano. El mundo forma una espiral. Caminando por el borde y tratando de no pisar las líneas. Manías cotidianas. Que hunden el reflejo interior en el exterior. En mi interior. Sin inicio o fin, solo un camino con interminables dicotomías. Hasta hacer estallar la catarsis en la conciencia. Una sensación pura y blanda. No puedo evitar recostarme al pensar y a veces me quedo dormido para entrar en mi mente en forma de sueño que nunca puedo recordar. En donde las soluciones se funden con los problemas.
Por eso nunca logro obtener una conclusión de nada.

El guardián

En cuanto lo vi supe que no lo lograría. La micro ya había comenzado a cerrar sus puertas. De todas maneras trató de escabullirse entremedio de las puertas traseras. No lo logró. Las puertas se le vinieron encima dejándolo semi-atrapado entre éstas y el fierro central que sirve como apoyo de la escalera. Pero el hombre no vaciló. Moviéndose con toda su fuerza empuja la puerta derecha hasta mantenerla abierta y ágilmente se desprende del fierro mientras la otra puerta se cierra de un golpe espectacular producto de la hidráulica. Luego suelta la puerta que él mantenía sujeta y se libra del embrollo de un par de saltos quedando parado en el centro del pasillo del vehículo. Yo lo quedó mirando desde mi posición en el último asiento de la esquina derecha. El también me mira y nuestras miradas cruzan una sonrisa. Lleva una chaqueta azul marino y debajo de ella un grueso chaleco de lana. En el brazo izquierdo lleva una caja con Mantecoles. Sus ojos están rojos y su sonrisa dilatada. Él baja su mirada y se acomoda su gorro pescador que tiene estampado alguna insignia de alguna universidad de algún país. Terminada su labor busca en la mochila que lleva en la espalda y saca una bolsa llena de caramelos que ubica geométricamente en el único espacio vacio entre su brazo y la caja de Mantecoles. Entonces comienza su predica.
“¡tresdulcespocienmantecol
acieeeen!”, “¡tresdulcespocienmantecolacieeeen!” y lo repite avanzando por el vehículo con la agilidad del pregonero de la glucosa. Pero nadie compra.
Llega hasta el principio del bus sin suerte y gira para devolver su camino. A pesar de estar completamente absorto con la escena, despierto y comienzo a buscar en mis bolsillos, solo tengo un billete de mil. Levanto la mano para llamarlo, el tipo se me acerca con mirada ansiosa y le entrego el dinero.
-¡Quiero Mantecol!- dice en mis labios mi niño interior.
-¿Toda la plata?- me dice con una sonrisa ambiciosa. Me quedo pensando un rato pero luego respondo afirmativamente.
-uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueveeeeee y diez- dice mientras me va pasando el cargamento azucarado.
-¡Deberías haberme pasado una bolsa!- le digo sorprendido por la invasión de infancia.
-¡No tengo jefe, pero le voy a buscar altiro!- replica.
-ja ja ja no te preocupes- le digo mientras guardo uno a uno los paquetes en mi bolso. Me agradece. Mete la mano en la bolsa de dulces y saca dos calugas, una verde y otra azul.
-Toma, ahí va la yapa- me dice mientras me pasa los dulces.
-Gracias, pero no es necesa…- no alcanzo a terminar la frase cuando me doy cuenta que la micro se ha detenido y el vendedor, desaparecido por la puerta trasera como un romance de verano. Sonrío y cuando termino de guardar el último botín siento esa misma sensación de cuando estás parado en medio de un charco lleno de sapos. Levanto la cabeza y veo que todo el mundo me está mirando con cara de incredulidad.
-Es que voy a ver a mi vieja y mis sobrinos- les digo mientras me reclino en el asiento, abrazando mi bolso y dejando solo dejando mis ojos a la vista.



El Héroe

Frente al ventanal miró su rostro reflejado. Su actitud era la misma pero algo había cambiado. Antes su piel brillaba con el color cobrizo del sol, pero el tiempo la había vuelto opaca y la había pintado de un color verduzco. Su ropa estaba manchada por sobre los hombros y la suciedad hacía que ya ni se notaran las medallas que colgaban de su chaqueta. Pensó en sus tiempos de héroe, cuando las multitudes lo aclamaban. Ahora ya nadie mostraba el respeto que se merecía. A nadie le importaba su vida y nadie lo reconocía. Incluso, a veces, lo confundían con otros personajes de menor importancia. Ya nadie le traía flores, ya nadie lo iba a visitar. Solo las palomas eran sus amigas, las palomas y los perros vagabundos. La ciudad ya no era como él la recordaba, no había carruajes ni caballos en las calles. Ya no se respiraba el olor de la cazuela ni de los choclos desgranados de mediodía. Ya nadie se sentaba en la plaza a leer o conversar. Solo los mendigos usaban las bancas como dormitorios pasajeros. La ciudad era solo luces, edificios y motores. Y ruido, por sobretodo ruido. Incluso las personas no eran las misma, ya no les importaba la independencia ni la república, solo les preocupaba llegar temprano a sus casas para ver la televisión y descansar. Ya no había el espíritu de la cueca flotando en el aire. Lo único que se mantenía igual era su postura firme, la misma que tenía cuando eliminó la opresión, la misma con la que dirigió los ejércitos libertadores, la misma con la que luchó para que ahora todo sea de una forma distinta a la que es. Se sintió desilusionado. De nada había servido su mano derecha empuñando la espada justiciera, ni la bandera flameando libre en su mano izquierda. “son nuevamente esclavos”, pensó y sintió deseo de volver a librar batallas para liberarlos del conformismo. Pero sabía que eso era imposible. “Algún día volveré a luchar” pensó y su corazón se hinchó. “Algún día los héroes nos volveremos a levantar y volveremos a pelear por un mejor…”, y se detuvo en sus pensamientos. Sabía que eso era imposible.
Para él solo quedaba esperar, esperar a que lo vinieran a liberar de la tumba en la cual se encontraba ahora.

Solo quedaba esperar el día que las estatuas volvieran a la vida.

martes, 5 de mayo de 2009

El dragón y la Princesa

En medio del pánico provocado por la incursión del dragón en el castillo de Lockhard, Jaime, el escritor, levanta la cabeza desde su incomoda posición del asiento del bus. Al mismo tiempo que deja de escribir, observa que repentinamente el vehículo comienza a llenarse de gente pero no se distrae y vuelve a su escritura. Mientras el dragón, brillante de escamas se abalanza sobre la princesa desnuda, siente el roce de las gentes que avanzan hacia las ubicaciones de atrás. Levanta su cabeza y se sorprende al observar que la mayoría de los que suben son ancianas. Entonces baja la cabeza y Elendar logra clavarle a tiempo una estocada en el pie al dragón, la bestia brama con un estruendo que solo podría ser comparable con el empujón que te dan el hombro al pasar y Jaime tiene que dejar de escribir pero no puede, aunque se empieza sentir mal porque la gente mayor necesita el asiento más que el y piensa en ceder el asiento. Se dice a si mismo que él puede retomar la idea después cuando este mas tranquilo, lo cual sabe es completamente falso. Sabe que luego la inspiración se desvanecerá pero insiste en abstraerse de todo desde su lápiz pero ya no recuerda bien como brillaba la espada de Elendar y el temible dragón le parece de plástico y la doncella salida de una película porno. Entonces, mas desilusionado que molesto, se levanta de su puesto. “Tome asiento” dice amablemente a la anciana en frente de él que responde “No gracias, me bajo luego”, “tome asiento” dice repetitivamente a la anciana parada al lado “Nooo gracias, no se moleste usted”. Jaime, sorprendido, gira su cabeza varias veces y le pregunta ingenuamente a la persona del lado contrario “¿Quiere usted sentarse?”. “No gracias, me bajo un poco mas allá. La verdad todas nos bajamos ahí, somos del asilo y venimos de paseo” y sonríe y al mismo tiempo todas las ancianas sonríen maquiavélicamente. La escena es diabólica y Jaime no puede hacer otra cosa que sentarse nuevamente. Estupefacto y atemorizado comienza a escribir la historia de cómo la realidad vestida de dragón ultraja a la princesa de la inspiración