sábado, 24 de octubre de 2009

Nada más que un juego.

Nada, lentamente la idea de la nada se colaba en su mente. Nada, una imagen en su cabeza que se perdía, volviéndose acuosa, dilatada hasta volverse nada. Una nada oscura y envolvente capaz de aniquilar cualquier sensación de algo, de lo que fuese. Se sintió triste y melancólico. Los árboles con su olor a húmedo, la luz del atardecer colándose entre las nubes y el verde siempre eterno del pasto. Todo aquello que alguna vez le hiciera sentirse capaz, generoso e inspirado, ahora lo hacia sentirse nada. Ni siquiera el canto de los pocos pájaros que desafiaban al frío con su trino tremebundo lograba rellenar la nada.
Nada, era como si su alma se hubiera vaciado y no fuera más que nada. Intentó inútilmente escribir las ideas sueltas que se le vinieran a la cabeza, pero nada. No había ideas. La nada se arremolinaba frente a su existencia como un torbellino que lo atrapaba y lo empujaba al vértice. Pensó entonces en lo fácil que antes le había sido escribir. Era capaz de escribir una novela en menos de una semana y eso lo hacia sentirse satisfecho y no solo a él, si no también a los editores y a los críticos que lo trataban como a un genio. Mas que mal escribía fantasías desde pequeño, desde antes de ingresar a la literatura formal.
Todo había pasado tan rápido hasta que logró armar su obra maestra. No era un cuento, no era una novela, era una obra maestra. Tres tomos, doscientas veinte paginas completas cada uno. Los críticos la habían amado. La parsimonia de las frases, las metáforas exactas, los acontecimientos, todo encadenado en la justa medida como si fuera parte de la realidad misma. De su realidad. Al terminar de escribirla sintió que su trabajo estaba terminado, incluso sintió miedo que al enviar el documento a corrección los editores (malditas ratas) pudieran destruir la continuidad y la armonía de su obra. Pero no, los correctores la devolvieron intacta y llena de elogios. Se imprimieron los textos en menos de una semana y a los pocos días fue éxito de ventas. Después de eso (y durante más de un año) no se hizo otra cosa que hablar con satisfacción de su libro, lo entrevistaron en los diarios y en la televisión, asistió a programas y charlas en universidades y hasta el presidente lo invitó al palacio de gobierno. Durante todo ese tiempo la gente lo reconocía en la calle, lo saludaban, le pedían autógrafos, bendiciones y consejos. Los escritores desconocidos le mostraban sus ideas. Pero nadie, nadie le pedía que escribiera. Ni siquiera el mismo se pedía eso. Hasta ahora, aquí en este banco de la plaza, abordado por la nada, no había comprendido que ya lo había dado todo.
Se recostó en el banco y dejó que la luz del moribundo sol le calentara la cara. La sensación lo hizo sentirse pequeño y se acurrucó en el banco hasta quedar en posición fetal. Se llevó el lápiz a la boca como si fuera un chupete y jugó a sacarle fibras de madera con los dientes hasta que se quedó dormido. El frío de la noche lo despertó. La oscuridad caía sobre la ciudad como una nada gigantesca. Entonces decidió salir a caminar para calentar su cuerpo, se sentía vacío y helado. Camino largo rato hasta que se detuvo frente a un local que tenía un gran cartel que decía “Restaurán el Hoyo”. La aberración en la escritura le motivó a entrar al local. Era un lugar lúgubre, iluminado por pequeñas lámparas rojas que colgaban del techo dándole un toque carmesí al lugar. Varias mesas sucias y vacías estaban repartidas desordenadamente. En una de las mesas cuatro personas fumaban, bebían y jugaban con las cartas. En el bar un anciano delgado y de blanco delantal limpiaba vasos con un trapo gris. Se sentó en uno de los pisos apostados en el bar.
-¿Desea algo joven?- le dijo el anciano.
-Si, un café por favor.
-No tenemos, pero si quiere algo para el frío le ofrezco un whisky. No se arrepentirá- le dijo guiñando el ojo.
-Está bien, creo que me servirá- le respondió sonriendo.
Miró alrededor mientras bebía su trago y observó a los jugadores. Sus caras cansadas, presumiblemente de agobio, por una dura jornada de trabajo dejaban filtrarse una luz de felicidad por el descanso que les provocaba el simple hecho de sentarse a jugar para pasar el tempo. Algo que él nunca había hecho, siempre estaba escribiendo, era lo único y lo mejor que sabía hacer. Al ver las caras de los jugadores sintió que aquello que le faltaba era justamente lo que lo había consumido hasta dejar sus ideas y su vida sumidas en la nada.
Antes de poder continuar con sus cavilaciones sintió a uno de los jugadores que lo llamaba.
-¡Ey! ¿Quieres jugar con nosotros?- le dijo –Nos falta uno para la mesa. No te preocupes no estamos apostando, solo pasamos el rato.
Se levantó automáticamente y se dirigió a la mesa.
-Pero no sé jugar…
-No es importante, el juego es simple y es solo por diversión.
“Solo por diversión” pensó y recordó que jamás había hecho el simple ejercicio de hacer algo solo por diversión. Siempre había estado rodeado de gente que le pedían que hiciera cosas útiles. Gente que lo valoraba por sus capacidades y le exigía, gente que lo admiraba y lo reconocía. Y ahora se encontraba ahí, rodeado de seres que ni siquiera sabían quien era él. Peor aún, así se sentía cómodo. Se estaba divirtiendo.
-Bueno, la cosa es simple: hay que contar los números de las cartas y… siéntate y te explicamos- le dijo mientras le mostraba una silla vacía -Por ser primerizo te daremos la misión de contar los puntos mientras aprendes y a la siguiente ronda juegas con nosotros. ¿Sabes escribir, no es cierto?

Sonrió y miró a los jugadores
-Sí, creo que si sé- respondió con una sonrisa y se sentó a la mesa.

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