sábado, 24 de octubre de 2009

El guardián

En cuanto lo vi supe que no lo lograría. La micro ya había comenzado a cerrar sus puertas. De todas maneras trató de escabullirse entremedio de las puertas traseras. No lo logró. Las puertas se le vinieron encima dejándolo semi-atrapado entre éstas y el fierro central que sirve como apoyo de la escalera. Pero el hombre no vaciló. Moviéndose con toda su fuerza empuja la puerta derecha hasta mantenerla abierta y ágilmente se desprende del fierro mientras la otra puerta se cierra de un golpe espectacular producto de la hidráulica. Luego suelta la puerta que él mantenía sujeta y se libra del embrollo de un par de saltos quedando parado en el centro del pasillo del vehículo. Yo lo quedó mirando desde mi posición en el último asiento de la esquina derecha. El también me mira y nuestras miradas cruzan una sonrisa. Lleva una chaqueta azul marino y debajo de ella un grueso chaleco de lana. En el brazo izquierdo lleva una caja con Mantecoles. Sus ojos están rojos y su sonrisa dilatada. Él baja su mirada y se acomoda su gorro pescador que tiene estampado alguna insignia de alguna universidad de algún país. Terminada su labor busca en la mochila que lleva en la espalda y saca una bolsa llena de caramelos que ubica geométricamente en el único espacio vacio entre su brazo y la caja de Mantecoles. Entonces comienza su predica.
“¡tresdulcespocienmantecol
acieeeen!”, “¡tresdulcespocienmantecolacieeeen!” y lo repite avanzando por el vehículo con la agilidad del pregonero de la glucosa. Pero nadie compra.
Llega hasta el principio del bus sin suerte y gira para devolver su camino. A pesar de estar completamente absorto con la escena, despierto y comienzo a buscar en mis bolsillos, solo tengo un billete de mil. Levanto la mano para llamarlo, el tipo se me acerca con mirada ansiosa y le entrego el dinero.
-¡Quiero Mantecol!- dice en mis labios mi niño interior.
-¿Toda la plata?- me dice con una sonrisa ambiciosa. Me quedo pensando un rato pero luego respondo afirmativamente.
-uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueveeeeee y diez- dice mientras me va pasando el cargamento azucarado.
-¡Deberías haberme pasado una bolsa!- le digo sorprendido por la invasión de infancia.
-¡No tengo jefe, pero le voy a buscar altiro!- replica.
-ja ja ja no te preocupes- le digo mientras guardo uno a uno los paquetes en mi bolso. Me agradece. Mete la mano en la bolsa de dulces y saca dos calugas, una verde y otra azul.
-Toma, ahí va la yapa- me dice mientras me pasa los dulces.
-Gracias, pero no es necesa…- no alcanzo a terminar la frase cuando me doy cuenta que la micro se ha detenido y el vendedor, desaparecido por la puerta trasera como un romance de verano. Sonrío y cuando termino de guardar el último botín siento esa misma sensación de cuando estás parado en medio de un charco lleno de sapos. Levanto la cabeza y veo que todo el mundo me está mirando con cara de incredulidad.
-Es que voy a ver a mi vieja y mis sobrinos- les digo mientras me reclino en el asiento, abrazando mi bolso y dejando solo dejando mis ojos a la vista.



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