sábado, 24 de octubre de 2009

La muerte del matador

El toro resopló con fuerza por su nariz tratando de recuperar el enfoque de sus ojos cansados de dolor. Sus músculos se contraían evitando los espasmos que debilitaban su postura. La sangre derramada en su cuerpo hacía brillar su pelaje azabache bajo la luz enceguecedora del sol sobre la plaza de San Marcos. El último tercio estaba por concluir.
El matador hizo una pirueta delicada (casi femenina) y agitó la muleta. Desde el estaquillador el pañuelo rojo osciló como una bandera. La bestia, motivada por la acción de los colores, lanzó un bramido y se abalanzó sobre el espigado contrincante. Las banderillas enterradas en su espalda se arrastraron contra el viento como una cometa de colores buscando levantar el vuelo desde la densa mancha de sangre en su espalda. El matador esperó pacientemente la embestida y cuando terminó de medir al animal, desplegó desde la muleta el estoque listo para ejecutar el pase mortal. La fina hoja atravesó la espalda del toro de manera impecable y el público pensó en un extasiado final de la lidia. Pero aún quedaba algo por decir. Porque en el momento justo que el toro sentía como la lengua de acero le besaba el corazón, un espasmo eléctrico que subió por su cuello lo impulsó a girar la cabeza sobre el torero. Sus hermosa ornamenta, heredada de la casta andaluza, se transformó en ese instante en una puñalada que se clavó directo en el estomago de su contrincante arrastrando su cuerpo por todo el largo de la plaza y los intestinos que se empezaban a desparramar desde al herida dejaron una estela de sangre en su camino. Los espectadores apagaron un grito de desesperación. El toro se giró sobre si mismo mirando el cuerpo casi inerte del matador y exhalando un nuevo resoplo se dejó caer sobre la arena tibia de la plaza.

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